Jugando a descubrirnos en el recreo

La primera vez que me explicaron lo que era una paja tenía siete u ocho años, hace ya mucho tiempo… aunque, a veces, no parece tanto. Navegar entre los recuerdos de la infancia es como rescatar una película de treinta y cinco milímetros donde solo quedan fotogramas muy concretos, imágenes que revelan nuestros sentimientos y deseos más recónditos y cuyo significado ha sido modelado por todas las versiones de la persona que eres, por eso es tan difícil expresarlos.

Crecer en un pequeño pueblo te desentiende de muchos engorros de la vida moderna, no se pierde el tradicional vínculo comunitario donde todo el mundo se conoce, la vida es barata y cuentas con una libertad para usar las calles de la que no disponen la mayoría de niños de ciudad.

Mi colegio era un viejo pero majestuoso edificio de torres altas y piedras blancas que en otro tiempo había albergado prisioneros de la guerra civil. Había mucha leyenda negra en torno a eso. Cuando estudiar aún no era una prioridad cada día en la escuela era una aventura en potencia y el enorme patio de recreo era el campo donde librábamos nuestras batallas.

La pandilla del cementerio

Me enrolé en los equipos de fútbol con relativo éxito, aunque nunca fue lo mío. También jugaba a la comba, si alguien se metió conmigo por eso al menos no me lo dijo a la cara. Recuerdo que en los tiempos de la primera edición de “Operación Triunfo” organizamos entre todos un concurso que duró varias semanas, roleando con nominaciones y todo. Siempre había algo que hacer, el escondite, polis y cacos, el yoyo, la peonza, los tamagotchi, el pañuelo… y aquel trimestre me atreví a jugar a cosas nuevas.

Durante el recreo estaba prohibido entrar sin permiso a los pasillos y mucho menos a las aulas. Era el dogma inquebrantable. Puede que como como niños nos quisieran enseñar a la fuerza que la libertad es peligrosa, lo curioso es cómo siempre lo prohibido se convierte en lo más deseable.

En segundo curso de primaria pasaba los recreos con un pequeño grupito de clase. Carlos llevaba la voz cantante, era grande, fuerte y ruidoso como una gris tormenta y se había ganado a pulso su fama de travieso. Por el contrario, Dani “Sierra” era el más escuálido y escurridizo como las ratas. También estaba Guille, “el Perro”, quien era no solo inteligente sino también el más guapo, según decían las chicas, claro. Y por último solía acompañarnos Juan “el Salamandra”, creo que era el chaval más simple de los alrededores, aunque sabía reconocer una buena aventura, su padre se pasaba el día en el bar y ni le pedía las notas así que Juan falsificaba su firma y nunca le pillaban. No acabó bien, creo.

No éramos una pandilla como tal, pero en esa época se nos conocía como “los misioneros” porque jugábamos a infiltrarnos en el colegio a escondidas y llegar lo más lejos posible rompiendo la norma de oro. Lo llamábamos “las misiones” y en ellas la profesionalidad brillaba por su ausencia; en el mejor de los casos conseguíamos subir un par de pisos sin liarla, pero daba igual el resultado, poder colarnos en sitios nos resultaba emocionante. Rebeldía natural y vehemente que nos llevaba a mearnos en las prohibiciones y creer en nuestra libertad… ser crío tiene esas cosas molonas.

Aquel recreo preparábamos la misión y pintaba fácil. Si nos lo montábamos bien conseguiríamos llegar al torreón del último piso del que se contaban leyendas de pasadizos y salas de tortura por las que vagaban los espíritus de los niños castigados antaño.

Marcábamos las posiciones como en un plan de guerra, observando a los profesores, que se apartaban a un lado y charlaban entre ellos, subían a por cafés o salían a regañar a este o aquel. El arte de regatear profesores se basa en conocerlos bien, sabíamos cuáles eran más pasotas y con cuáles no te podías meter, todo era cuestión de estrategia.

La pandilla del cementerio 2

La primera fase era libre, cada uno se abría su circuito favorito a través del gran hall, un inmenso espacio repleto de pilas de colchonetas y potros de educación física en los que esconderse. Reagrupación en la primera planta y a partir de ahí los tres pisos tenían la misma distribución: un ancho pasillos con aulas a cada lado y un baño en cada punta, a la izquierda de chicas y a la derecha de chicos. Y en el centro, la escalera que lo unía todo.

Aunque esa planta tenía puntos críticos como la sala de profesores había mucha circulación de niños que iban al baño o estaban castigados, con la suficiente rapidez conseguíamos pasar desapercibidos. El segundo piso ya era otra cosa. Subimos las escaleras agachados y nos escondimos en un recodo del pasillo a revisar el plan. Era zona prohibida, y ahí llegaron los imprevistos. Al otro lado del cristal traslúcido de la sala de juntas se veían siluetas y estridentes risas de adultos.

—Por eso había tan pocos profes en el patio —dijo Sierra.

Escuchamos pisadas que subían la escalera y la tensión de grupo aumentó.

—La hemos cagado, estamos atrapados —alarmó Guille.
—Hay que moverse, a la de tres corriendo al baño —dijo Carlos, siempre resolutivo.

Corrimos como arañas asustadas hasta el baño de chicos que era terreno seguro, los profesores solo se atrevían a entrar si se montaba un escándalo realmente gordo por razones que te podrás imaginar, pero claro, por entonces eso no lo sabíamos.

—No podemos salir de aquí, se han puesto de cháchara en medio del pasillo —comentó Sierra asomándose con cautela.

El único que no estaba atacado de los nervios era Carlos, que se puso a mear cara a la pared en uno de los urinarios como si la cosa no fuera con él.

—Esto es lo que vamos a hacer —dijo sin volver la mirada—. Nos quedamos aquí hasta que toque el timbre y cuando vuelvan a clase nos dispersamos entre la gente.
—Bien, pero nos metemos en un váter por si viene alguien —dijo el Salamandra.

Dimos por hecho que la misión había fracasado una vez más y nos encerramos en una cabina, todos menos Sierra que era el vigilante. Cabíamos de sobra alrededor del váter, cada uno en cada esquina, y cuando se apagó el fluorescente nos quedamos a la sombra de la fina lucecilla de emergencia.

Había que matar el tiempo y esto es lo que sucedió. En medio de una conversación absurda Carlos nos retó a que alguno meara delante de todos, supongo que en broma, pero el resto actuamos con risas pudorosas.

Yo nunca se la había visto ni enseñado a nadie, al contrario que él, porque Carlos montaba de allá para cuando un espectáculo en el que enseñaba el pito sin razón alguna a su audiencia selecta, y se montaba un circo… el espectáculo no era tanto el momento de enseñarlo (que duraba poquísimo), sino todo el revuelo que se montaba desde que lo anunciaba hasta que lo hacía.

—A mí me han dicho que tengo el pito grande —comentó el Salamandra.
—Venga, tú flipas —increpó Guille.
—¿Queréis que os lo enseñe?

Creímos que iba de farol hasta que se bajó los pantalones y se sacó la pilila, que lucía con orgullo de puma mientras el resto observamos curiosos igual que cuando mirábamos el esqueleto del laboratorio. Estaba medio fofa, pero el Salamandra no se equivocaba, era algo formado y maduro, la veía muy diferente a la mía.

Y luego, no conforme con eso, propuso como juego que nos hiciéramos una paja. Me puse tenso y recto como un arpa, en mi cabeza las cosas se estaban poniendo cuarenta veces peor que si nos hubiera pillado un profe.

Era un concepto nuevo que empezaba a aparecer en las camarillas íntimas de la clase y que no terminaba de entender, pero tenía claro que era una cosa muy importante y muy secreta. Daba igual que tuviéramos familias más o menos tradicionales o religiosas, era tabú y nos tocaba descubrirlo por nosotros mismos.

La pandilla del cementerio 3

Guille preguntó que cómo demonios se hacía eso, lo que todos teníamos en mente vaya, y es que todos fingimos que era un buen plan pero del dicho al hecho hay un trecho. Todavía recuerdo el pareado que soltó el Salamandra: “Hay que tocarse el pito hasta que de gustito”.

¡Cómo iba yo a imaginar que servía para algo más que hacer pis!

El Salamandra dejó clarísimo que había que hacerlo mirando a la pared, cada uno hacia su esquina, y mira que aún no teníamos claro el concepto de lo homosexual pero entendíamos que no había que mirarse… qué curioso. Lo que teníamos claro es que estábamos haciendo algo nuevo y cuando se trata de bailar en lo prohibido la curiosidad se hace más fuerte que la razón, así que nos dimos la vuelta y nos pusimos a ello.

Ahora el reto era ver quién terminaba antes. «¿Terminar, ¿cuándo? Llegar, ¿a dónde?», pensaba yo. No tengo un recuerdo agradable del momento, recuerdo el miedo a que me vieran las partes pudendas, también la forma del roto en el azulejo blanco, la presión por seguir la corriente y los bruscos murmullos de Juan, quien quizá era el único que lo estaba disfrutando. Que fuera tan precoz y tan enterado le elevaba en un pedestal, mientras tanto a mí no se me ponía dura y ni siquiera sabía que se tenía que poner dura.

Para no perder la dignidad metí la mano por dentro de mis calzoncillos de niño y me froté en círculos con la palma de la mano, no sentía una mierda, es que ni siquiera estaba haciendo el gesto como tiene que hacerse, qué ridículo. Al otro lado Guille y Carlos se reían como monos y hacían comentarios salidos de tono y yo en busca de respuestas me preguntaba si estarían en mi misma situación.

Lo único que tenía claro de las pajas es que si tenían un final me iba a enterar, así que solo tenía que disimular y esperar, mirarme la colilla mustia y tocarla hasta que alguien dijera “¡Ya está!”. Y no sentía nada ahí abajo, pero sí lo estaba sintiendo en algún sitio del cerebro, emoción y excitación ya fuera por la novedad del asunto pajas o por lo que significaba guardar un secreto tan importante entre amigos.

Cuando tocó el timbre volvimos a clase como si nada hubiera pasado. En las siguientes semanas desvelamos los entresijos de la última planta y el mito se cubrió de realidad, perdiendo para siempre su interés. Sin embargo, no fue la última misión que terminó con falsas masturbaciones en los baños del colegio. Solo fue un inocente fisgoneo allá cuando las experiencias por ser tan nuevas no están manchadas de prejuicios y mi verdadero despertar sexual no llegó hasta años después.

Cuando eres niño las etapas se solapan sin dejar huellas, una sobre otra como las dunas del desierto ante la fuerza del viento, y por eso el vínculo que allí se forjó entre los cinco quedó pronto olvidado. Más tarde, la mano invisible que teje y pespunta las normas de la sociedad impuso la heterosexualidad sobre nuestras cabezas y lo complicó todo. Conquistar a las chicas pasó a ser la nueva misión de los chicos, aunque sinceramente, a mí me hubiera gustado seguir descubriendo la sexualidad entre aquellas cuatro paredes.

Qué mierda que la sociedad ponga barreras a algunos niños.

Las fotografías pertenecen al trabajo “La pandilla del cementerio”, de Konstancja Nowina.

Comentarios

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  1. Buenas! Acabo de descubrir tu blog y me ha gustado mucho, especialmente esta entrada, con la que me he sentido en parte identificado, por aquello de las "pajas" grupales en los baños con los amigos, sin realmente saber qué supone eso que estás haciendo y "correrse" sin que nada brote de tu pilila.
    Bienvenido.

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    1. Claro que sí. Cuando el tiempo pasa, nos ayuda mucho ver las cosas desde la distancia desde otro punto de vista distinto a cuando las experimentamos en su momento. En mi blog narro algunas de mis primeras veces en la adolescencia, por si te apetece echarle un vistazo en algún momento.
      Con ganas de leerte de nuevo ;)

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  2. Hola, me llamo James (nombre falso por aquí xDD). ¿Tienes email para poder hablar por privado o no te va hablar por allí? Mas o menos tenemos la misma edad, yo soy del 95. Tengo curiosidad por saber de ti, y saber si hemos tenido lo mismo en experiencias.



    James

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    1. En la barra lateral del blog hay un apartado para contactar y esos mensajes se redireccionan a mi e-mail.
      Un saludo James y gracias por visitar el blog :))

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    2. Ya te he escrito un mensaje hace un par de días. ¿Cuándo vas a actualizar el blog?



      James

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  3. A veces pienso que no he tenido infancia.
    Al principio, todo lo tuve que ir averiguando yo solito.
    Excepto un compañero de la clase ( 10/11 años ) que se la dejaba tocar en la misma mientras el profe daba su clase, no tuve más experiencias en común con nadie :-( hasta los 21 !!!

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  4. Que bien escribes, ojala llegar algún día a escribir tan bien. Mi experiencia a los once años fue con mi amigo Felipe, como bien cuentas ni idea de lo que me estaba hablando, cuando se bajo todo y me mostro su rabo erecto, flipe no, lo siguiente. Desde ese día descubrí el placer de la masturbación. En mi blog próximamente...

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    1. Jo, muchas gracias IVI, me encanta que te guste. Es curioso cómo casi todos tienen alguna experiencia de una u otra forma a esas edades. Se habla mucho de la adolescencia, pero realmente el despertar sexual se da antes de la "adolescencia social" y no se suele analizar mucho a pesar de la importancia que tiene.

      Un abrazo.

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